lunes, 22 de diciembre de 2008

Pacto en el Mar de los Caribes. Carlos Acosta

El mediodía cumanés se siente como siempre, caluroso y seco pero muy bullanguero. Esta ciudad se ha convertido en una inmensa tranca automovilística. Nada se mueve y si lo hace, lo hace muy lentamente. Contraste evidente con los días pasados en la Península de Araya, donde la calidez emana a borbotones y la gente y sus calles nos remontan a la Porlamar de nuestra niñez y adolescencia.

La llegada al terminal de ferrys presenta un problema convertido en cotidianidad: “No hay pasajes para la Isla de Margarita”. Imposible viajar por lancha o en los barcos de carga y pasajeros. La cercanía de los días finales de diciembre y su lógica navideña reclama la urgencia de resolver la situación.

Otra vez, acude a nuestra mente el recuerdo de la frase paterna: “El que tiene un amigo, tiene una mina”. Acudimos al amigo, representado esta vez en el gordo Eladio, o simplemente Porras. Su respuesta telefónica nos conduciría a una de las más hermosas experiencias de nuestra vida.

¿Cuál es el barco en muelle?

El Caroní, fue nuestra respuesta.

Ah, entonces no hay problema hermano, ese es el del Capitán Núñez, el que te presenté en Manicuare.

El Caroní es un viejo barco de carga acondicionado para el transporte de pasajeros y mercancías. No iba a ser nuestro primer viaje en él. En el pasado, subimos con pasaje en mano hasta una cabina acondicionada con butacas, un pequeño cafetín y el infaltable televisor, que con su tediosa programación ayuda a dormir los pasajeros la mayor parte del viaje. Esa era la experiencia que vivía en nuestra memoria.

Ahora sin pasaje disponible, tocaba acceder hasta el puesto de mando, sin ser detenido por algún celoso funcionario de la empresa. Decidimos utilizar una técnica que por lo general da excelentes resultados: “caminar por el medio de la calle con total naturalidad, para no ser vistos”. Nuevamente funcionó, atravesamos entre camiones y gandolas cuando comenzaba la carga y accedimos a las escalinatas que conducen al puesto de mando. A mitad de ellas, un perro echado nos detuvo, su mirada era una duda entre ladrar o seguir durmiendo, pasamos a su lado y alcanzamos el puesto de mando. Al tocar la puerta, una mirada de sorpresa la abrió.

¿Qué desea? Era el capitán Núñez.

Al explicarle la situación y recordarle al amigo común, su trato se volvió relajado y apareció un ser humano afectuoso, generoso y comprometido con la lucha por la emancipación de los pueblos.

Luego del infaltable café calientito y la presentación al resto de la tripulación, el ahora amigo y compañero José Núñez se excusa por tratarse de su viaje de descanso, pues al llegar a Margarita debe conducir personalmente el barco de regreso a Cumaná.

Otro café en la cabina con la tripulación, y luego la salida al puesto de mando en búsqueda del mejor lugar para fumar y leer, mientras se efectúa la monótona travesía realizada durante tantas veces a lo largo de nuestra existencia. Nos sentamos en un banco direccionando nuestra mirada hacia lo que dejábamos atrás, luego de 8 días de camaradería con la gente de Cumaná y Araya, y con el compa Enrique.

Con esos recuerdos aflorando a nuestra mente encendimos el cigarrillo y cerramos un rato los ojos. Al abrirlos, ya nada era igual. A nuestra vista comenzó a manifestarse toda la magia de esta región del planeta. Allí, cuando la tarde comenzaba su declinar, estaban ya convidados los seres que conforman la policromía, ninguno faltó a la cita: Los azules, marino y celeste acompañados del turquesa y el resto de la familia; los rojos escarlatas y carmesí, no faltó el magenta ni el bermellón; ahí estaban todos los verdes y amarillos; el violeta abrazado con el lila y el naranja; y muchos otros, tan rebeldes y libertarios que ningún estudioso ha logrado enciclopedizar.

Para completar el encantamiento del momento, por el luminoso camino del verde primavera trotaba hacia el barco Luis, nuestro hijo menor. Llegó y se sentó a un lado. Pero no era el adolescente admirado y amado, sino el niño a quien acompañamos en la dificultosa subida al Cerro de Santa Cruz, en la tierra del panita Alí. Era aquel de la foto velada por nuestra impericia fotográfica, sonriente en lo alto de la cima al lado del guía, triunfante, mientras nosotros a duras penas llegábamos a una loma cincuenta metros más abajo. El niño con ansias de conocimiento interesado en toda la geografía venezolana, cuando la atravesábamos en un cuatrimotor desde Punto Fijo hasta Puerto Ordaz.

Papá cuéntame un cuento. Uno de esos de érase una vez. Uno para niños. Uno de los que sólo los niños conocemos. Uno sin mentiras de adultos. Tú sabes muchos cuentos de esos, cuéntame uno.

Bueno, cierra los ojos.

Érase una vez en las tierras altas, donde habitaban seres laboriosos dedicados a la siembra y la cría de animales; que un grupo de ellos, los más capaces y entusiastas, deciden que es tiempo de caminar hacia tierras desconocidas. Alguien al verlos partir exclama, en una lengua que sólo este pueblo conoce: “Los que se van son unos Caribes”. (Nunca se supo su significado, nadie preguntó).

Los Caribes, se dirigen hacia las tierras bajas, caminando durante 7.000 años. Algunas veces se detienen en algún paraje y están algún tiempo, para continuar su camino hacia un sitio desconocido, pero que todos saben que existen. No buscan oro ni plata, buscan el sitio exacto. Aunque no pueden ni siquiera imaginarlo, saben que al verlo lo reconocerán.

Y así, un día los Caribes al subir a la cima de una montaña, lo ven. A poca distancia, se extiende ante sus ojos una llanura azul que se confunde con el cielo, es el Mar. Ante esta visión, todos corren como atraídos por un hechizo, notando que en esta tierra pueden entrar y salir. Así pasan los días sumergiéndose y volviendo a salir. Es una tierra húmeda y fría, refrescante, agradable. Los Caribes notan que en esta tierra viven unos animales pequeños y saltarines, cuya carne es lo más rico que han probado en toda su vida. Así poco a poco caminan a lo largo de toda la tierra que se une al mar.

A medida que las familias crecen, los jóvenes más audaces siguen camino siempre cerca del mar, siempre hacia donde sale el sol en las mañanas. Cada grupo asume un nuevo nombre de acuerdo al lugar donde se quedan, pero todos son la Gran Familia de Los Caribes. Uno de estos grupos llega a la zona donde termina la tierra y sólo se ve mar hacia donde sale el sol. Allí se detienen. Esta región se conoce miles de años después como la tierra de Los Cumanacoas. En ese punto se extiende hacia el mar, una tierra extraña con forma de cabeza de martillo. Los ancianos Caribes se reúnen. Durante muchas lunas discuten sobre quienes deben subir a la cabeza del martillo. No hay miedo, los jóvenes Caribes son arriesgados, pero a los ancianos les preocupa que ni siquiera sus mejores nadadores, capaces de sumergirse miles de metros dentro del mar, hayan logrado llegar al fondo del mar en esta zona que llaman Cariaco.

Al fin, se realiza un torneo de competencias y habilidades, y escogen al guerrero más audaz, valiente e inteligente y a la guerrera más hermosa para que suban a la cabeza del martillo y la pueblen con sus descendientes. Esa es la verdadera historia de lo que hoy se conoce como la Península de Araya.

Los guerreros encuentran una arena muy fina, y pronto descubren que sirve para mantener la carne del pescado durante muchos días. Es así, como a medida que crece la familia comienzan a trasladarse a las tierras cercanas. Para esto, necesitan convertirse en navegantes, así construyen embarcaciones pequeñas. Pronto aprenden que el mar tiene corrientes por debajo y que manejándolas, sin mucho esfuerzo pueden viajar por todas las islas de este inmenso mar. Con esa sabiduría y el uso de la sal pueblan todo lo que se extiende desde la costa descubierta hasta lo que hoy se conoce como el sur de la Florida. Todo esto se llama desde entonces y para siempre El Mar de los Caribes.

Que lindo cuento, papa, hacia mucho que no estábamos así disfrutando de nuestra niñez. ¿Entonces, este mar se llama Cariaco?

No. Toda esta tierra azul, que se extiende hasta más allá de nuestra vista, es El Mar de los Caribes. Donde estamos ahora navegando es el Golfo de Cariaco, que separa Cumaná de la Península de Araya, la tierra que ves adelante.

¿Y dime papá, es cierto que nadie ha visto el fondo de este mar?

Nadie hijo. Bueno yo estuve una vez, pero los dioses abajo me prohibieron hablar de eso, contesté tratando de echar otro cuento.

Mi hijo me miró con seriedad, y pude ver nuevamente la mirada seria de aquella tarde en Canaima donde los papeles se intercambiaban y el era el padre y yo el niño de 7 años. De esa forma, en silencio me reclamaba mi infantilismo y mis constantes bromas: Papa, ensériate cuéntame ahora algo de historia.

Bien, disculpa hijo, es que a veces no quiero crecer, odio el mundo de los adultos.

Con voz tranquila, me habló suavemente al ver aflorar las lágrimas a mis ojos:

Te entiendo, yo tampoco quiero crecer, pero cuéntame como hermano mayor para aprender juntos.

Bueno, hagamos entonces este viaje viéndolo con sabiduría infantil.

Ves esas pequeñas embarcaciones a la izquierda, esas que el pueblo llama “tapaítos”. En realidad, son pequeños transbordadores con todas las comodidades, donde los turistas se maravillan de toda esta belleza que ahora disfrutamos. Los muchachos y las muchachas de Araya sirven de guías y cuentan la historia de los Caribes, advirtiendo que observen los delfines al lado del transbordador y los cardúmenes de peces que se desplazan libres por estas aguas.

Mira allá adelante, ese es el pueblo de Manicuare. Que lindo es su muelle, los vendedores extienden los productos en sus acogedores establecimientos. Mira aquel con forma de pescado. Es un expendio de comidas donde encuentras toda la variedad de la comida arayera. Todos allí son muy atentos con los visitantes, los orientan y aconsejan.

Ves esa punta adelante, esa es Punta Arenas. La erosión se había comido su playa de blanca arena; pero ahora, gracias al trabajo de las comunidades organizadas es la mejor playa de la península.

¿Y estos barquitos, como se llaman?

Son peñeros, ahí van los Caribes a realizar la faena de pesca nocturna. ¿Ves esa construcción acá a la izquierda?

Si, parece un castillo ¿verdad?

De hecho es un castillo hijo. Lo construyeron los conquistadores españoles para protegerse de los corsarios y piratas. Cuando se retiraron de acá, lo volaron. Hoy, ha sido restaurado por los trabajadores de la empresa salinera y es visita obligada para todos los turistas. ¿Ves esos hermosos toldos, a lo largo de toda la playa del Castillo? Ahí, el compañero “Quilla” hace muchos años ayudó a conformar una organización comunitaria, donde todos se benefician por igual y destinan parte de los excedentes al mantenimiento del Castillo.

Papa, ¿y estos galpones que se ven sobre el mar?

Hijo, esa es la empresa salinera más grande del mundo. Hace muchos años, cuando la visitamos por primera vez con el hermano Roland, parecía una zona de guerra, totalmente destruida. Pero la acción de Bellorín, Jorge y todos esos compañeros de Araya logró recuperarla con la ayuda de todo el pueblo arayero. Hoy, luce orgullosa su compromiso con todas las comunidades, sirviendo de soporte económico para toda la región.

Cuando la tarde se retiraba, desde la derecha el sol incendió las nubes. No con visos de tragedia como en Roma. Acá era otra cosa, era magia, encanto, embrujo, sortilegio...

Mira papá, otro transbordador, pensé que solo iban entre Cumaná y Manicuare.

No hijo, estos salen de Manicuare y costean por Punta Arenas hasta Araya, luego siguen costeando hasta el muelle internacional de Chacopata y de allí a Coche, Cubagua y Margarita. La semana pasada me informó un amigo que pronto abrirán rutas hacia otras islas y así poco a poco volver a recorrer el camino de los Caribes.

¿Y estos pueblos con casas tan bonitas como se llaman?

El Guamache, El Cují, El Cardón.

Ya empezaste otra vez con tus cuentos, puro nombre de árboles.

Ahí estaba nuevamente la mirada que intercambiaba nuestros roles.

Bueno hijo, pero reconoce que podrían llamarse así, o tal vez de otra manera, pero que importa eso.

Dime papá. ¿Los Caribes también utilizaban esos nombres de Golfo, Península, Isla, Cayos?

No creo hijo, esas son vainas de gente que se dedica a teorizar, a explicar la vida bajo su mirada siempre externa a los procesos sociales. Los Caribes se dedicaron a hacer la historia.

Para, para, no te vuelvas a meter por ese camino. No quiero filosofía, no puede haber filosofía entre nosotros. Sólo quiero historia viva.

Escuchándolo, entendí que todo estaba dicho entre nosotros esa tarde. Trate de hablar, pero la imponencia del crepúsculo, la inmensidad del mar, la tonalidad de la tarde que expiraba y los recuerdos del futuro me lo impidieron.

Luis tomó mi mano, al ver mis ojos ya llenos de lágrimas y me condujo hacia la parte delantera del puesto de mando. Subiéndose a mis hombros, me pidió que extendiera los brazos. En ese momento con la brisa del mar golpeando nuestros cuerpos, comprendimos a aquellos 2 viajeros del Titanic. Realmente podemos volar. Remontar el horizonte. Sumergirnos en los cielos. Surcar las nubes. Sólo basta que lo creamos y así será.

De vuelta a nuestro banco, volvió a tomar mi mano.

Papá, yo se porque llorabas. Seguro que las lagrimas en tus ojos y el nudo en tu garganta, fue porque pudiste darte cuenta de todo lo que hemos perdido.

No hijo, esta vez te equivocas, ese llanto envuelto en esta tarde inolvidable, no tiene nada que ver con la tristeza. Era, es, y será un llanto de felicidad, al llegar a mi alma la certeza de todo ese mundo que ya empezamos a construir. El mundo de los Caribes que poco a poco se extenderá a toda Nuestramérica.

Tomó mi mano, me pidió que cerráramos los ojos y ahí en ese momento, hicimos juntos el pacto donde nos comprometíamos a nunca dejar de ser niños. Al abrir los ojos, vimos que no estábamos solos. Una gaviota revoloteaba alrededor del barco y aún sin oscurecer, una estrella apareció, para ser mudos testigos y refrendar este pacto infantil.

Ya a punto de partir, preguntó:

¿Crees que habrá alguien en esa estrella?

Tal vez hijo, la próxima vez que nos veamos viajaremos allá y lo averiguaremos.

Me besó y comenzó a caminar por la senda de los recuerdos. Se detuvo y volviendo la cabeza me dijo:

Recuerda que es un pacto entre niños y esos son para toda la vida.

Luego se perdió entre el cielo y el mar. Aun con los ojos cerrados alcancé a decirle, antes que la sirena del barco indicara el fin de la travesía:



Lo haré hijo, juro que lo haré.

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