jueves, 23 de abril de 2009

Cuando conocí a Juan Loyola

Juan Carlos La Rosa Velazco.

dedicado a mi amigo Jorge Augusto Acosta, maestro rebelde de la acción directa.

Cuando Juan Loyola me fue presentado por Clemente Scotto Domínguez, se levantó vestido de lino perfecto y me saludo con calor y hermosa maña de acontecimiento y compromiso. Pasé el día conversando con él, al despedirnos de Clemente para caminar Guayana, el Alcalde de la Ciudad de la Selva, salido como de un cuento popular donde ganan los sencillos, tocó prudentemente mi corazón para protegerme en la caminata por el desierto con un demonio enamorado de su propio vértigo. Yo era muy joven y era hijo de una guerra empezada por mi casta hacía un siglo, aún golpeaba con mi espada de escudero a los malditos, el acero venía junto con el olor de una mujer con caricia en la voz y en los ojos.

Cuando Juan Loyola y yo caminamos en la tarde junto al río Orinoco el agua parecía un piso de milagros y la sangre del cordero se me anunció al pie de los olivos. La plaza de mis primeros actos sagrados contra la policía estaba a mis espaldas y yo contenía la alegría para que no desbordaran las orillas.

Cayendo la tarde frente a las cascadas de la antigua Macagua, vi los registros de su experiencia rebelde, la belleza como arma contra la impostura y el poder, vi el camino de romper los protocolos, entendí que el poder es forma, maneras, modales, posturas preparadas, que no tiene más para velar el ruido de su acero miserable, de su podredumbre, si jodes los protocolos del poder lo desnudas ante los ojos humanos y jodes al poder.

Vi el registro de su experiencia callejera, vi cómo con la belleza se burlaba de la policía, pintando los desechos olvidados por el poder, con los colores de la Patria. Vi una paloma tricolor manchando la catedral de Venecia, para que su vuelo silencioso frente a la fría lágrima en blanco y negro de Europa denunciara a los magistrados y ministros barrigudos que le hacían la diversión de corte a la banca internacional y al Fondo Monetario, denunciando como los eunucos de la cultura en nuestra patria eran los garçons de pis de incontinencia clientelar.

Lo vi entregarse en brazos de la policía, negándose a vivir legalmente en un país donde su voz de bautista anunciaba la rebelión contra la orgía sifilítica de las élites en los banquetes de la Venezuela Saudita.

Lo vi con un coro de purezas entrar con todos sus cuerpos a los Tribunales de Justicia, lo vi abrir una metáfora a sus puertas con los colores de la patria, vi como los negros gendarmes resbalaban en los colores mezclando el tricolor para darle a la plata del pintor Juan Loyola los colores de la mierda con los que pintar su manifiesto contra la corrupción administrativa y la impunidad en Venezuela.

Lo vi burlarse rabioso de la conmemoración de la dominación en la Casa Guipuzcoana de la Guaira. Lo vi y amé su dolor en Brasilia cuando gritó desde una identidad desconocida por el olvido: ¡Fondo Monetario Internacional anda a la puta que te parió!

Lo vi mostrar su taller de rebeldía y belleza hijo de aquella consigna del mayo francés: toda nuestra reacción es creación. Me dijo que en un país incendiado y lleno de hambres no se podía insultar con una recreación de la belleza que nos era ajena, con una belleza de vidriera y de boutique, que el arte ahora era romper las vidrieras, que la estética venezolana era la ética del sacrificio y del compromiso con un destino que nadie veía.

El arte de Juan Loyola no estaba en las galerías, a los marchantes solo mandaba burlas y souvenires para quienes se conformaban y aún se conforman con llevar a casa las máscaras de los salvajes, con lo que los turistas ligth decoran su pequeña conciencia.

En Guayana, donde conocí a Juan Loyola, el Alcalde Clemente Scotto le mostró una caja de seguridad olvidada en un patio municipal por los corruptos, violada y destruida por quienes en Guayana vieron venir a los obreros decididos a desalojarlos del poder. Juan lo convirtió en un monumento recordatorio de la corrupción administrativa, una caja fuerte estallada pintada con los colores de la bandera nacional y ya para entonces con ocho estrellas, una caja en el centro del patio de la Alcaldía de Caroní para recordar a los funcionarios que también pueden tener la altura de hombres y mujeres del pueblo. Lamentablemente la caja fue retirada por los corruptos cuando volvieron a la alcaldía, vestidos de rojo no pudieron aceptar en el patio algo que les recordaba que su color vivo era una máscara del viejo poder y que no podían ocultarle a nadie la cara desnuda del saqueo y el abuso.

Es difícil ahora y siempre explicarle al pueblo que uno tiene respeto por un alcalde o por un funcionario público, en este tiempo aún mas difícil en el que los símbolos sagrados se resemantizaron, se elevaron a bandera popular y luego han vuelto a devaluarse rápidamente, al punto en el que nadie logra diferenciar entre unos y otros, entre justos y corruptos. Ese es el precio de manipular la esperanza, de defraudarla.

Por eso agradezco a Clemente íntimamente por presentarme con un fuerte abrazo a Juan Loyola. Le agradezco la canción de Gabriel Celaya para enamorar al amor del amor.

Es difícil sostener un compromiso cuando uno no vive en él, cuando uno no se muda al amor no puede sentir el amor verdaderamente, uno si no está con el corazón en el corazón no siente y no ve a tiempo. Gracias a mi mudanza definitiva y a mis mudanzas secretas, vi las piedras de La Carlota pintadas con la sangre de la esperanza por Juan Loyola, escuché el ruido del combate y me di cuenta que aunque no lo veía mas, vivíamos juntos en la misma casa, en nuestros nombres, en la casa de nuestras almas.

Hoy vi a una ministra indígena hablar por televisión, poniendo sus palabras aprendidas y pobres en el lugar de la palabras de nuestros abuelos y de nuestros ancestros, la vi con una bolsa de monedas repartiendo migajas, le vi los pies, fuera del alcance de las cámaras, completamente olvidados de la tierra, la vi a la ministra defender su puesto con mentiras, la vi ponerse al lado de las trasnacionales, de las multilaterales y del imperio. La vi ponerse al lado de una burocracia genocida y lacaya que cambia gobiernos ancestrales por camiones 350.

La vi abrazar con sus miserables palabras a los sicarios del anciano atancha yukpa José Manuel Romero, uno de los últimos guerreros de la Nación Caribe en nuestras tierras. La vi limpiando pisos y la vi sirviendo refrescos en la casa del poder, la vi limpiarle las patas a las langostas del capital minero carbonífero. La vi llevando a sus hermanos a la cámara de gas de la impuesta demarcación oficial. Esa mirada sin el velo de la mortalidad se la agradezco también a Juan Loyola, a Dámaso Velazco, a Alfredo Maneiro, a José Zavala, a Lydda Franco, a Sergio Rodríguez Yance (a quien no conocí) y a Ibrahím López García. Gracias por guindar mi chinchorro en la casa del cuento.

Desde que conocí a Juan Loyola tengo un pájaro en el corazón que se ahoga cuando vamos a caer en la trampa infernal de lo mediano, en la trampa del poder. Por ese pájaro lleno de espinas adentradas doy las gracias a Juan, gracias por romper la ausencia, gracias por estos ojos que no se cierran, gracias por el dolor de los demás en mi dolor. Gracias por ella, por la fulana belleza que ayudasteis a evadir de los burdeles.

1 comentario:

Unknown dijo...

pintas tantas cosas en tus escritos y son cachetadas.....respetos, apoyo